1

Nico

 

A Nico lo despierta el perro. Y el calor. Demasiado calor. Le escuecen los ojos. Oye un rumor de hojas arrastradas. Un resplandor naranja escupe sombras que se cuelan por la ventana y bailan sobre la pared como fantasmas. Le lleva unos segundos comprender. Calor. Humo. Fuego.

Se incorpora de un salto y zarandea a Marcela, le grita que hay que salir. Se asoman al salón, pero Nico no ve fuego en el interior de la casa. La están quemando por fuera. Alguien ha apilado muebles y ramas alrededor y les ha prendido fuego. Las ventanas, enrejadas. La puerta, atrancada. Se quema con el pomo cuando intenta abrirla. Las patadas no hacen mella en la madera robusta y caliente. Grita pidiendo socorro, pero su grito se expande por las huertas colindantes perdiéndose en la noche. Los cristales estallan y pequeños fragmentos salen despedidos como fuegos artificiales. Las cortinas prenden como papel. Cuesta respirar. Se escuchan los aullidos del perro, encadenado al árbol de la entrada mientras lenguas de fuego le acarician el lomo.

En su cabeza, Nico escucha una voz conocida: “Voy a quemaros vivos”. Busca algo para romper la puerta, pero nada sirve. Y esa voz que sigue gritando “voy a quemaros vivos”. Marcela llora y grita y pide socorro y se desespera y reza. Nico golpea la puerta con sillas que se hacen astillas, una tras otra. El humo entra por las ventanas y se extiende como una amenaza cumplida: “Voy a quemaros vivos.”

Destellos azules traspasan el resplandor naranja. Sirenas como ángeles de la guarda. Gritos y golpes atraviesan el humo. Hay alguien fuera. Dios ha venido a verlos vestido de policía. Los extintores detienen la tragedia. En unos minutos el infierno se evapora y dos agentes entran para ayudarlos a salir. Marcela y Nico son dos temblores, uno de miedo, el otro de ira. Las paredes, negras como pinturas de Goya. Restos de muebles quemados bajo las ventanas. Las luces azules intermitentes y el humo de los rescoldos crean un cielo irreal. El perro vive, pero desde hoy temerá al fuego para siempre. Un agente saca dos sillas para Nico y Marcela, les da agua, una manta. Nico saca un cigarro, conjura el infierno con la llama de su mechero. Le tiemblan las manos.  

La primera vez no responde a la pregunta. ¿Sabe quién ha hecho esto? La segunda vez que el agente pregunta, Nico mira a su mujer a los ojos, recibe la orden y niega con la cabeza. Marcela no quiere llorar, pero las lágrimas atraviesan sus mejillas despacio, como ríos de lava. Falta poco para que el sol acaricie la superficie del agua, atraviese el puerto, salte los muros de hormigón e ilumine las huertas abandonadas, los solares yermos y las chabolas olvidadas del barrio de Nazaret.

 

 

2

Marcela

 

Marcela camina despacio, bordea el barrio serpenteado de acequias, los plásticos enganchados en los cardos ondean como banderas de los apátridas. Siente vergüenza, rabia, tristeza. No se ha despedido de Nico, no quiere ver en sus ojos la derrota. Entre ambos han limpiado los desmanes del fuego, sin palabras, sin apenas mirarse a la cara. No es la primera vez que sucede. Luego se ha lavado con un escalofrío y se ha vestido con ropa ajena. Al principio le costó vestir lo que otras desechaban. Ya no. Se ha acostumbrado a vivir con las sobras de otras vidas.

Marcela espera frente a la iglesia. Hace ya un rato que la liturgia ha terminado. Cuando está segura de que nadie la ve, entra y se sienta en el último banco, en la esquina, lejos del pasillo. Las manos inquietas y la mirada gacha. Su mente la lleva unos años atrás, antes de que todo esto empezase. Nico era pintor de iglesias en Rumanía. Por más que él insistiera en que solo blanqueaba los techos, ella lo llamaba su pequeño Miguel Ángel, se enorgullecía cuando le llevaba la tartera con el almuerzo y lo veía en los andamios, en ocasiones colgado de un arnés, encaramado a las bóvedas y cúpulas, como un artista del Renacimiento, rodeado de ángeles y estampas celestiales.

Pero la gente dejó de creer en Dios y Dios dejó de creer en ellos. Les dijeron que en España había trabajo, digno y bien pagado. Aunque eso duró apenas unos meses y el sueño se desvaneció de la noche a la mañana. Se mudaron al barrio más pobre y abandonado de la ciudad. Malviven de la caridad y habitan un techo prestado con la condición de no dejar que se caiga ni de que entren maleantes. Y ahora esto.

Oye voces y ve al cura entrar con otro hombre desde una puerta lateral. Se estrechan la mano y el hombre se acerca por el pasillo central hacia la salida mientras el Padre entra en la sacristía. Marcela baja aún más la cabeza. No quiere que la vean allí sentada. Cuando el hombre se ha ido, levanta la cabeza hacia el altar vacío. Se pregunta si el cura sabe que está allí. Pero claro que lo sabe. Lo sabe todo. Dios lo ve todo. Al cabo de unos minutos lo escucha salir de la sacristía y acercarse por el pasillo. El paso corto y las manos cruzadas en el regazo. Se sienta en la esquina y mira al frente.

—Acércate, Marcela.

Marcela obedece. Porque a eso ha venido, a obedecer. Se sienta lo más lejos que la palabra cerca permite, no quiere ofenderle, pero tampoco rozarlo. La iglesia está en penumbra, apenas iluminada por las llamas temblorosas de los cirios.

 —Me alegra ver que habéis cambiado de opinión.

Marcela se retuerce las manos, se pellizca los nudillos con fuerza, para no gritar. Se concentra en no llorar. No dice nada.

—El orgullo es un pecado, Marcela. Soy consciente de lo que algunos andan diciendo por ahí, pero verás que no hay nada de cierto. Es un trabajo, tan digno como otro cualquiera.

Marcela piensa que la dignidad es un lujo que Nico y ella no se pueden permitir. Y por eso está ahí sentada, escuchándolo.

—Dile a Nico que pase a verme mañana por el albergue.

Marcela asiente y se pone en pie. Él se levanta, pero no se aparta para cederle el paso, se queda frente a ella y la coge por los hombros. Marcela no quiere mirarlo a la cara, no quiere que sus ojos le hagan daño.

 —Marcela, mírame.

Marcela sigue mirando al suelo. Él posa sus manos en las mejillas de ella y la obliga a levantar la vista, muy despacio. Cuando sus ojos se cruzan, las lágrimas de Marcela reflejan el resplandor de los cirios. Él se inclina y la besa en la frente.

—Ve con Dios, Marcela.